lunes, 4 de junio de 2012

POETAS DE CUERO

-Seguro que habéis oído hablar de esos bares donde van los poetas, dicen que ahí habitan las musas. Suelen estar escondidos en alguna ciudad con carisma, de esas que presumen de culturales. A veces, son restauraciones de algún cuchitril antiguo, otras, se jactan de haber sido la casa de no sé cuál intelectual. Apuesto a que habéis estado en alguno. Locales agradables recubiertos de madera, con fotos de los artistas que hayan pasado por allí colgadas en marcos dispares. Retratos que son sólo muestra del hipócrita amor por las letras de un dueño borrego y simpático que conoce por su nombre a todo el que cruza la puerta.

A primera vista, parece un bonito y acogedor pub de pueblo, pero después de las 11, justo cuando empiezan a servir alcohol, se transforma en un punto de encuentro, un hervidero de bohemios. Se juntan, por ejemplo, el segundo martes de cada mes, y charlan banalidades que consideran casi profundas, hasta bien entrada la noche o hasta bien entrada la botella. El resto de los días, se sientan en mesas apartadas con sus libretitas forradas en cuero y algún algo, que no tiene por qué ser tabaco, encendido. Mientras, al que les pregunta, le dicen “Mis mejores versos los escribí en este café” y aseguran que no entienden cómo ni por qué pero que allí está la inspiración, entre humo y a media luz.

Mis mejores versos los escribí en este café…y eso de la inspiración. 

Juro por la sacratísima poesía que no les entiendo. Hablan de las musas como prostituyéndolas y ellas hasta están orgullosas.

Van como dioses de la retórica con sus frases para el recuerdo que, algunas otras divinidades sentadas en la misma mesa muchos años después, escribirán en sus biografías post mortem. Y luego está esto, la costumbre del micro abierto: te dejan subir a una pequeña tarima al fondo del local, para que leas lo que tú escribes. Cómo pueden ser tan cínicos.

No sé si os lo he dicho, pero odio a los poetas de bar, a los buenos poetas. Esos que, sin quererlo, ponen en evidencia al mediocre con sus versos de agenda.

Sí, nada de bonitas libretas con forros artísticos. Es en mi agenda dónde están las claves de la mediocridad. Allí escribí anodinos versos de esos que se quedaron en un par de palabras sueltas y perdidas por no encontrar buenos compañeros, no sé si me explico. Quiero decir que a veces escribí cosas como “Hoy es un día de esos, de remendar el alma con jirones de otras vidas, / de no saber quién eres: día de rasgar la capa y hacer el sayo” o “Soy de esa gente alegremente obstinada, y olvidada –sin remedio- en la rutina: me levanto, voy, vengo y me acuesto; nada más”, hasta llegué a decir: “Y yo que no sé escribir poesía, / a la poesía le escribo” justificándome con eso del verso libre, cuando en realidad, todo lo que quería era ser un puñetero poeta de bar, un poeta borracho. Un poeta perdido entre las líneas de su propio arte cualquier viernes a las tres de la mañana, o, simplemente, poder ondear como bandera la bohemia.

¿Sabéis lo que os digo no? Vamos, que lo mío no es arte, sólo amor a él.

Y como todo gran mediocre, salté entre narración y poesía, con eso del “no he definido mi estilo”, cuando la verdad era que no tenía nada que ofrecer. Como todo escritor insignificante, hice lo que tenía que hacer: el muy agradable esfuerzo de vivir entre poetas de bar mientras descubría que sólo hay un poeta mejor que el de bar, el poeta que lo es sin saberlo.

Y no lo entendí hasta bastante después de haber gastado mucho tiempo leyendo cosas tan absurdas y mediocres como las que yo escribo. 

Una mañana de sábado, o una tarde de miércoles, descubrí, casi por casualidad, que mi madre tenía una de esas libretitas forradas en cuero con sus iniciales grabadas. Otra mañana de lunes, o noche de jueves, encontré en una gaveta un papel algo arrugado que olía a arte y rezaba una oda al café que hasta al menos amante del oro colombiano hubiera hecho estremecerse. Era poesía de bar, me dije, y fui tan incondicional de sus versos callados como lo es cualquier adicto de su copa. 

Espero que no me descubra, pero yo también quiero una libretita de cuero, aunque nunca me atreva a escribir en ella porque están vedadas a los mediocres. ¿Sabéis? Me gustaría tener uno de esos cuadernos, para mirarlo y decir “yo podía haber sido” o quizá, para no perder la esperanza que tengo puesta en algún futuro de madurez, sobre todo, literaria. ¿Sabéis? No les odio, les envidio. Y esta noche, me gustaría pensar que ha sido un placer hablaros y que me escuchéis aunque la realidad sea otra. Gracias por vuestro tiempo y quizá vuelva algún día y quizá sea mejor. Buenas noches.

Eso dije. Vamos, que me acerqué a la tarima en noche de micro abierto y les puse como un chanco, pero nadie me interrumpió. Yo estaba pensando que además de abucheos podría haberme llevado una cachetada de la camarera, que desde la barra desorbitaba los ojos con cada una de mis sílabas, pero no fue así. 

-La casa invita.

Tres piedras de hielo salpicaron de ron la barra, y bebí de un trago. Mientras, me ofrecía un cigarrillo al que no me supe negar, a pesar de no tener por hábito el tabaco.

-Siéntate en la mesa del fondo y ya serás totalmente el poeta que tanto odias.
-Excepto por los buenos versos –le dije.

Y en una servilleta escribí:
“Aunque hablábamos de vez en cuando, fue la segunda vez que se dirigió a mí aquella noche cuando de verdad escuché su voz. Tenía un tono de esos que desgarran. Uno de esos que aunque digan alegría, sabe a tristeza, a cristales pisados, a ceniza. Y su voz combina con sus ojos negros, abismo en el que más de una vez quise perderme. Fue la segunda vez que habló aquella noche cuando, casi por necesidad, me atreví a besarla.”

Pero taché las cuatro últimas palabras porque me sabía incapaz.

-Buenas noches –fue todo lo que la valentía que me quedaba aquel día me permitió decirle cuando me di cuenta de que el cigarrillo que fumaba se había acabado.

Y ella, que estaba acostumbrada a rescatar grandes versos de entre lo que sus clientes tiraban, había sido más rápida, antes de que yo pudiera impedirlo, tenía entre las manos la servilleta. Sus ojos traviesos tratando de descifrar mi mala caligrafía y sus labios esbozando una sonrisa fugaz justo antes de acercarse y dejar que la besara, son mi mejor recuerdo hasta el día de hoy.